En busca de Proust

Por Melina González

­´´ {…} Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de  magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray  {…} Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; {…} todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té»

Marcel Proust, Por el Camino de Swann

San Francisco, Cal(18-03-2021).- No puedo precisar el momento en que se fue; desconozco la hora y las circunstancias en que partió. Me agobia no saber qué fue lo último que hice estando con él, pero, así es la vida: únicamente hasta que padecemos las ausencias, recordamos el valor de su existencia.

Recuerdo muy bien el día en que me percaté de que ya no estaba a mi lado. Diciembre 22, del año infame de la pandemia. Me encontraba en casa, realizando todas las diligencias que dictan los protocolos de sanidad en San Pancho: notificar al centro de trabajo, esperar la llamada del departamento de salud, ponerse en contacto con el proveedor de servicios médicos y, lo más difícil, prepararse para el aislamiento.

Realizaba tales acciones, acompañada de ése letargo que, por instantes, me hacía sentir desfallecer cuando de repente, como si se tratase de un golpe, me percaté, por fin, de su ausencia. Podría describir la sensación como el momento en que tras una estrepitosa tormenta, se produce la calma. Una calma acompañada de un silencio sepulcral que taladra los oídos y que genera una sensación de alarma.

Me di cuenta que desde hacía varias horas, minutos, o, tal vez hasta un día, que no olía nada. El mundo, de repente, se me presentaba como un insípido lugar, sin aromas, sin sensaciones y recuerdos evocados por ellos; el mundo, se encontraba mudo y, desabrido.

Dejé inconcluso el cuestionario en línea que, de rigor, todos los Covid positivos teníamos que llenar y, corrí a la cocina. Ahí, destapé el cloro, alcohol y cuanto limpiador encontré y olí.

Ni un leve aroma percibí. Con ansiedad, me dirigí hacia la recámara, en donde busqué un atisbo de esperanza en los perfumes y lociones. El resultado, fue el mismo: nada. Ni una brisa de algún aroma. Sólo el recuerdo de cómo solían oler, pero ninguna esencia, ni alguna nota.

Ya las primeras lágrimas comenzaban a caer, cuando, el segundo gancho llegó: recordé la frase que desde que inició la pandemia, había leído, escuchado, escrito y pronunciado miles de veces: “pérdida de gusto, acompaña a la pérdida del olfato”.

En la cocina, pronto, inicié la degustación de cuanta comida encontré: miel, jarabe de miel, un par de galletas, un pedazo de melón y un puño de azúcar: nada.

Me enjuagué la boca y continué con la fase dos, productos salados: nueces, papas fritas y, un puñado de sal con el mismo resultado. La siguiente fase, únicamente me dejó la lengua escaldada, un cuadro de gastritis y la sensación de que todas las salsas, estaban hechas de agua.

Los siguientes seis días, los viví, en un estado de aletargamiento entre las pastillas y pesadillas, provocadas por la intensa fiebre. Calambres, dolores musculares, dolor estomacal, migrañas, fiebre, dolor de garganta y tos, fueron mis únicos acompañantes por una semana.

Hay días que despiertas y días en los que resucitas, como dice Millás y, al séptimo día, resucité. La fiebre y las migrañas, desaparecieron, mientras que el resto de los dolores, disminuyeron. Al décimo día, el aislamiento terminó y pude reunirme con mi esposo, quien durante todo ése tiempo, fue enfermero, psicólogo, cocinero, mesero, y, el mejor compañero, a través de vídeo, que pude encontrar.

Después del aislamiento y del resultado negativo para Covid-19, los síntomas, poco a poco comenzaron a desaparecer. No obstante, mi olfato y sentido del gusto no regresaron. Fue cuando me enteré que la anosmia y la disgeusia (alteración del olfato y del gusto, respectivamente), son padecimientos a causa del Covid-19 y que, casi el 90% de quienes se contagian, los llegan a presentar.

Según los estudios de diversas universidades, nueve, de cada 10 personas con estos síntomas, se recuperan al mes de haberse enfermado, mientras que el 9% lo hace hasta transcurridos seis meses y, cerca del uno por ciento, se ha detectado, no los han podido recuperar.

Han pasado ya tres meses y, desde hace día, todos los días, intento oler; hago lo que tal vez, debí de haber hecho toda mi vida o, que tal vez, debí haber hecho con más frecuencia: huelo las flores, las plantas; cuando llueve, huelo la lluvia;  los libros, la comida, los lugares. Intento con todas mis fuerzas hacerlo y únicamente afloran los recuerdos de los aromas, pero a ellos, aún, sigo sin poder sentirlos.

No únicamente he perdido la capacidad de olfatear, sino, además, percibo aromas inexistentes o alterados, como el olor a café quemado, que por días, lo percibí en todas partes y a todo momento; son los llamados olores fantasmas o la fantosmia, fenómeno sensorial que, expertos han advertido, acompañan a la anosmia.

Vivir sin percibir los aromas o poder degustar la comida, se ha convertido, además, en una farsa. Tener que fingir la satisfacción al probar la comida ofrecida en alguna reunión o, simular aversión ante un mal olor en alguna situación en la que el resto de los presentes lo hacen, se ha vuelto parte de la rutina diaria, en la que no hay tiempo para explicaciones.

Eso, sin mencionar la incapacidad para poder detectar alimentos en mal estado y que, para glotones como yo, ha sido causa de, en dos ocasiones, en los últimos meses, de caer en cama con fuertes retortijones estomacales.

Poder oler, es poder evocar  personas, lugares, eventos y situaciones del pasado; Proust, en el primer volumen de su obra, En Busca del Tiempo Perdido, dedica todo un pasaje a rememorar diversas etapas de su vida, tras haber probado una magdalena con té.

Así, la expresión “efecto Proust o la Magdalena de Proust”, pasó de ser un recurso literario para usarse, coloquialmente, cuando a través de un aroma y un sabor, evocamos momentos de nuestro pasado.

Además de la muerte y la incertidumbre social y económica que la pandemia por el Covid-19 ha generado en todo el mundo, miles de personas sufren en su salud, de sus efectos secundarios; consecuencias que van más allá de padecimientos físicos, causando estrés y ansiedad, pues, además de carecer de una cura, se les ha comenzado a estigmatizar.

Vivir sin poder oler o degustar, no es únicamente estar imposibilitados de poder saborear las delicias del mundo, que se nos presenta, todos los días, no únicamente a través de imágenes, sino también, a través de aromas y sabores.

Es, también, vivir incapacitados para poder desenterrar, momentáneamente, episodios de nuestro pasado, llenándonos de tristeza, angustia, pero también de inmensa alegría.