“Cuarentena en el fin del mundo”
Por Lourdes Téllez Ilustración /// Cath Zúñiga
Son las 7 de la tarde en Santiago de Chile. En la comuna de Las Condes de esta ciudad de seis millones de habitantes hay cuarentena total y obligatoria y toque de queda nocturno. El coronavirus irrumpió en nuestras vidas desde enero, cuando algo escuchamos en las noticias sobre un virus en China. Luego siguió Italia, España y otros países cada vez más cercanos. En febrero saltó la alarma en Sudamérica: el primer infectado en Brasil. El 3 de marzo se confirmó el primer caso positivo en Chile y ahora, más de un mes después, algunas zonas de la capital están en cuarentena.
Llevo encerrada un mes, desde el 15 de marzo de forma voluntaria (llámenlo prudencia, llámenlo miedo) y desde el 26 de marzo de forma obligatoria. Estoy en una de las cuatro comunas (municipios) de la Región Metropolitana de Santiago con las medidas de confinamiento social más duras que se han impuesto en el país. Si quisiera salir de esta zona, tendría que pedir un salvoconducto (como en la guerra). Si quisiera ir al supermercado o a la farmacia, tendría que pedir un permiso a los Carabineros en su página web; sólo cuatro horas de gracia para ir, comprar y volver. Dos veces a la semana y se acabó. Si alguna patrulla me parara en la calle y no tuviera permiso, además de una multa de 2.5 millones de pesos chilenos (70 mil pesos mexicanos aproximadamente) tal vez podría ir a la cárcel.
Es curioso cómo en el mismo continente los ciudadanos de cada país viven resignados con las medidas que aplican los líderes que les tocaron en esta pandemia. En México, para qué les cuento si ya saben. En Argentina, Alberto Fernández, recién llegado al poder, cerró a cal y canto el país para frenar los contagios.
En Brasil, Jair Bolsonaro dijo que el brasileño es inmune, “se baña en una cloaca y no le pasa nada»; y por supuesto si los cariocas están en cuarentena no ha sido por petición presidencial.
En Ecuador, las cifras de muertos por coronavirus están descontroladas. ¿Y en Chile? En el país más austral del planeta desde donde les escribe esta zacatecana, el Gobierno apeló primero al civismo de la gente y, como obviamente no funcionó, se decretó el estado de emergencia nacional y hasta el Ejército fue movilizado.
Pero Chile no está paralizado, sólo algunos ayuntamientos muy concretos y zonas muy alejadas en donde han puesto aduanas sanitarias supervisadas por el Ejército. “Cuarentenas dinámicas”, les llamó hoy Jaime Mañalich, el ministro de Salud, asegurando que no tiene caso cerrar todo el país. Un personaje singular, cirujano y máster en epidemiología, figura de peso en el gremio, tan querido que hasta fue expulsado del Colegio Médico hace unos años por faltas a la ética y conocido en todo el mundo por decir que tenía esperanza de que el coronavirus “mutara” y se convirtiera en “buena persona”. Un funcionario público que este lunes volvió a brillar con luz propia cuando aseguró que aquí están contando entre los pacientes que ya no contagian, ¡a los pacientes fallecidos! Claro que ya no contagian, están descansando en paz.
Esté bien preparado o no el ministro, tenga o no sentido común y ética, es lo de menos. Es lo que nos toca a los que vivimos en Chile en este 2020. “Ajo y agua”, a joderse y aguantarse, como dirían los españoles malhablados. Porque poco importa quien gobierne; por lo que he podido comprobar la mayoría de los políticos de todos los países escudan sus políticas en recomendaciones de la OMS. Según sus representantes en México, nuestro país está actuando muy bien frente a la pandemia. Al mismo tiempo, la propia OMS felicitó al Gobierno de España por su cuarentena total y el manejo que está haciendo de la crisis. Y en Chile, el responsable de Salud dice que sus cuarentenas dinámicas son recomendación de expertos de la OMS. Dinámicos son los políticos en su forma de justificar sus decisiones.
Por eso, sin ánimo de adoctrinar ni mucho menos regañar, creo que lo importante en esta crisis sanitaria es cómo nos comportamos los ciudadanos. No dejo de preguntarme por qué nos encanta saltarnos las normas, por qué si se nos pide que mantengamos distancia social buscamos la forma de hacer todo lo contrario. Y para muestra, la ciudad en la que vivo.
Era febrero y campaba a sus anchas el verano en este hemisferio, cuando todos los que tuvieron posibilidades económicas y ganas, se fueron de viaje por el mundo, sobre todo a Europa. Y así como aquellos tapatíos pudientes que se fueron a esquiar a EE.UU. y volvieron contagiados por el COVID-19, así les pasó a muchos de esos chilenos viajeros: a la vuelta se trajeron de regalo unos virus coronados. El Gobierno intentó controlar a los recién llegados en el aeropuerto, haciéndoles firmar una declaración jurada y pidiéndoles de favor que no salieran de sus casas en 14 días para descartar el contagio. Cívicos y solidarios. Seguro que sí.
“Los llamamos por teléfono para saber si están cumpliendo su cuarentena… escuchamos ruido de calle… nos están engañando, no están respetando la cuarentena”, dijo a mediados de marzo muy enojado el ministro Mañalich. Acto seguido, los contagios se dispararon precisamente en las zonas más ricas de la ciudad, convirtiéndose en las zonas cero de la pandemia chilena.
Ahora hay más lugares de Santiago donde el virus está desatado, tristemente en otros municipios y comunas donde sus habitantes no tienen la capacidad económica para resistir una cuarentena ni una casa grande donde encerrarse. Los hospitales aún no están saturados a pesar de los más de 7 mil casos contabilizados desde ese 3 de marzo ya lejano. El país resiste con sus cierres parciales y cuarentenas dinámicas… pero yo no dejo de preguntarme cuántas personas se hubieran librado del virus si a los que se les pidió hacer cuarentena voluntaria hubieran sido más responsables y solidarios. La cordillera de los Andes se vislumbra desde mi balcón. El domingo de Pascua llovió por primera vez en siete meses y las montañas amanecieron más nevadas. Con semejante espectáculo de la naturaleza frente a mí sé que todo seguirá su curso, el coronavirus se irá, las cuarentenas se levantarán y por desgracia la recesión económica será nuestro próximo campo de batalla. Espero que al menos hayamos sacado buenas lecciones de esta pandemia