Se extraña la Ruta Cien

Por Gabriel Páramo

Mercurio

Ciudad de México,(20-05-2022).- Hace años, trabajé en Autotransportes Urbanos de Pasajeros Ruta 100, el organismo descentralizado de transporte público que dio servicio al entonces Distrito Federal y algunas zonas conurbadas del Estado de México. Ruta 100 fue ejemplo de la manera en que el transporte público puede gestionarse de manera social y efectiva. En el mundo se le consideró como una red eficiente y se llegó a calificar el periodo de 1981 a 1995 como “la edad de oro del transporte capitalino”, misma que se terminó en 1995 cuando el Gobierno capitalino decretó la extinción de la paraestatal y desalojó las instalaciones mediante la fuerza pública.

Venus

Por supuesto, durante todo este tiempo R-100 recibió ataques de la iniciativa privada y del letal “fuego amigo” originado en el mismo gobierno. Llevado por las circunstancias económicas del momento, en 1989 los trabajadores decidieron declararse en huelga la que fue perseguida con dureza por las autoridades. Al final, el Ejército rompió el movimiento al operar las unidades de transporte y los trabajadores perdieron más de siete mil plazas de trabajo, al mismo tiempo que desde el mismo gobierno capitalino se propiciaba, encabezados por Manuel Camacho Solís, la operación si no ilegal, sí opaca, de microbuses particulares.

Tierra

“Es terrible que un chofer gane más que un médico”, se decía en la prensa y otros lados cuando se atacaba al Sindicato de Trabajadores de Ruta Cien por las conquistas sindicales, justas y legales, que se habían conseguido. Por supuesto, lo terrible es que los sueldos sean insuficientes para la gran mayoría de los mexicanos. En los tiempos de Ruta 100 los trabajadores tuvieron condiciones de empleo dignas, no como dádivas, sino como un mínimo ejercicio de justicia social que, se supone, el Gobierno debería defender.

Marte

Subo a un taxi en malas condiciones para que me lleve al metro Barranca, última estación de servicio al surponiente de la capital, ya que nunca se concretaron las previstas de San Ángel y Loreto. Estoy cansado de esperar un microbús que me baje al periférico, donde tendría que tomar otro al metro, o seguir hasta Miguel Ángel de Quevedo (en total, una hora de camino en micro). El chofer es un hombre joven, de rastras y tatuado, que me cuenta cómo su padrastro lo echó a la calle a los diez años y sobrevivió gracias a que nos microbuseros le dieron refugio. Ha luchado contra las drogas (“no sé si al final gane”, me confiesa con una sonrisa resignada) y me cuenta sus andanzas como conductor de transportes urbanos en la Ciudad de México.

Cinturón de asteroides

“Mire, don, yo trabajé en la empresa Grupo Ruano. Muchos camiones ni placas tienen, menos seguro”, me dice. Esta situación de extrema irregularidad es bien conocida, pero los sucesivos gobiernos capitalinos no han hecho nada por solucionarla. Me cuenta el joven de las rastas la manera en que, luego de trabajar varios turnos de más de doce horas, tuvo que doblar turno y, simplemente, se quedó dormido. “Desperté cuando me estampé contra un camión parado. La verdad es que hubo lesionados; el más grave, un chavo que perdió todos sus dientes. Yo ya me iba para ‘la grande’, pero por fin me sacaron”. Claro, esa liberación no fue gratuita. El chofer tenía un coche que le decomisó el patrón “para cubrir tus gastos” y se quedó sin trabajo ni indemnización”.  Y me dicen que en otros lugares de la República, la situación del transporte todavía es peor.