Pareidolia[i]
Por Gabriel Páramo///Ágora Digital
Aquí estoy, detrás de mi nariz/bohemio renegado, sin destino,/Disidente como un equívoco, un error/Un loco, un transgresor, un mal parido
“Prohibido”, Francisco Barrios “El Mastuerzo”
Ciudad de México,(01-07-2023).-Un rey congelado sentado en la banca individual de un vagón de metro construido hace casi medio siglo en un pueblo industrial que hace décadas no existe, ve a un juglar esperpéntico que carga una bocina negra forrada con trapos también negros y canta con asombroso virtuosismo una versión bien lograda de Loosing my Religion, la canción de género “alternativo” de R.E.M. que durante años en México creímos que criticaba la religión y resultó no ser más que otra cancioncita romántica de pop rock, lo que desconoce un cuarentón mal rasurado vestido de derrota y hastío que va hacia un trabajo mediocre que día con día le roe el alma, y cuando escucha al juglar, y corea en silencio That’s me in the corner/That’s me in the spotlight,/Losing my religion,/Trying to keep up with you, se da cuenta de que el pasado no está muerto, ni vivo, sino que es como un vampiro dispuesto a irte quitando un poquito de vida cada día, y que si no fuera por Lorena y Micaela, sus hijitas que ve cada quince días, tal vez se bajaría del metro en alguna colonia desconocida y se perdería para siempre en sus calles.
El rey congelado mira, también, a dos viejillas casi centenarias, ambas con el pelo ensortijado pintado de colores indescriptibles, que critican al propio rey, al juglar, al cuarentón, y en general a todos los pasajeros de ese vagón de metro porque no cumplen con los estándares que nunca conocieron, pero aprendieron de viejas películas de Joaquín Pardavé y Sara García y les dictaron cómo debe comportarse la gente bien y no esos corrientes, pelados, mal vivientes que nomás han proliferado con las tarjetas de dinero que el gobierno les da para mantener su poder comunista sin dios, pero que ojalá vuelva el imperio del bien y ¡qué se calle ese cachorro que ladra desde una bolsa del mandado! ¡Gente salvaje que no sabe que no debe meter animales al metro, de por sí tan apestoso y caluroso!
El rey congelado se adormece. Deja de escuchar al juglar y a las viejillas, al perrito y los pensamientos del cuarentón. Va sumergiéndose en la inconciencia absoluta y negra del hermano (para los católicos) o hermanastro (para los griegos clásicos y los románticos) de la muerte. Un instante después, o una eternidad, no hay forma de saberlo, regresa la conciencia. De golpe, pero incompleta, lo suficiente para estar despierto, pero no para entender dónde o cuándo está, el rey congelado trata de moverse y solo consigue dar algunos respingos espasmódicos. Se relaja e imagina que ve árboles y edificios, y gente que saluda a un artista andrógino de las redes de metadatos o sigue en procesión a un androide biometálico que encarna alguna deidad antigua.
El rey congelado sabe que solo han pasado unos minutos, aunque su percepción insista en asegurarle que han sido eones. Le duele todo el cuerpo, pero tiene que ponerse de pie y salir en la siguiente estación. A fin de cuentas se trata del triste y miserable viaje cotidiano en transporte público hacia su trabajo, a 40 kilómetros de su casa.
[i] “(…) capacidad de reconocer figuras, rasgos o patrones familiares en objetos. Este fenómeno no responde a ningún tipo de lógica y se produce en situaciones totalmente aleatorias en cuanto aparece un estímulo, por vago que pueda resultar”, según la búsqueda de Google. El término no está en el diccionario de la RAE.